El 12 de mayo de 2025 Washington y Pekín pactaron una tregua comercial de noventa días que recorta los aranceles impuestos durante la escalada más reciente: Estados Unidos los reduce de un máximo de 145 % al 30 %, mientras que China baja los suyos de 125 % al 10 %. Aunque la medida alivió de inmediato la incertidumbre en los mercados y moderó los temores de recesión, no revoca la estrategia estadounidense de utilizar los aranceles como palanca de presión para frenar la transferencia tecnológica y contrarrestar el avance industrial chino; la suspensión parcial conserva un gravamen significativo como recordatorio de que, si no hay progresos, las tarifas plenas pueden volver con una simple orden presidencial.
A corto plazo, el acuerdo ofrece cierto respiro inflacionario al consumidor estadounidense porque actúa como recorte tributario de aproximadamente 300 000 millones de dólares e impulsa la renta disponible, al tiempo que da certidumbre temporal a cadenas de suministro mundiales: el índice S&P 500 repuntó más de tres puntos porcentuales tras el anuncio. No obstante, mantener un arancel residual de 30 % preserva el incentivo empresarial para diversificar manufactura hacia economías como México, India o Vietnam, sin destruir los márgenes de beneficio inmediatos. Desde la óptica china, la tregua se presenta como reconocimiento a su resistencia, pero en Pekín preocupa que la suspensión sea meramente táctica; de fallar las conversaciones sobre propiedad intelectual y acceso a mercados, el retorno de tarifas plenas golpearía la demanda interna y la proyección exportadora, justo cuando la economía nacional ya sufre la desaceleración del sector inmobiliario.
Persisten riesgos visibles: un rebote arancelario dejaría a muchas firmas atrapadas entre inventarios reducidos y tarifas más altas; la calma temporal podría retrasar planes de relocalización industrial si las empresas esperan nuevas prórrogas; y la presión de parte del sector financiero para ampliar la suspensión, a fin de sostener beneficios a corto plazo, puede chocar con los objetivos de seguridad industrial. En paralelo, los controles estadounidenses sobre exportaciones de semiconductores y restricciones a la inversión china en tecnologías críticas permanecen intactos, la competencia estratégica en alta tecnología sigue viva, y los aliados del Indo-Pacífico aprovechan la tregua para coordinar estándares de ciberseguridad y reglas de origen. El Congreso, por su parte, evalúa proyectos de ley que limiten la discrecionalidad ejecutiva sobre los aranceles y garanticen que cualquier suspensión futura vaya ligada a concesiones estructurales verificables.
En síntesis, la pausa arancelaria ofrece alivio inmediato a consumidores y exportadores, pero no altera la lógica de rivalidad sistémica entre las dos mayores economías del mundo. Si en noventa días no hay avances sustanciales en transferencia tecnológica y apertura de mercados, el retorno—o incluso la ampliación—de aranceles permanece sobre la mesa. La tregua funciona como un alto táctico que concede tiempo a las empresas para ajustar cadenas de suministro y a ambos gobiernos para calibrar el costo político de una escalada mayor, sin cambiar los fundamentos de la competencia estratégica entre Estados Unidos y China.
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